Catalunya ¿Qué transición nacional?
Escribió el revolucionario chino Zhou Enlai que todos los países, sean grandes o pequeños, fuertes o débiles, deben gozar de igualdad de derechos en las relaciones internacionales.
Al señor Enlai, por distancia cultural, geográfica e histórica, nadie le podrá acusar de tener arte ni parte en el embrollo mediático que está provocando el debate sobre si Cataluña puede ejercer su derecho a decidir la forma de relacionarse con el mundo según lo que sus ciudadanos y ciudadanas consideren más conveniente.
Es sorprendente el revuelo que puede generar algo tan sencillo como la democracia y muy triste que la visceralidad y la ignorancia formen un cóctel tan demoledor, capaz de separar a las personas, algo que no logran ni los referéndums ni las aspiraciones colectivas, sean sociales, nacionales o de otro tipo.
Todo vale para ser manipulado en pro de los oscuros intereses y privilegios de siempre. En Cataluña lo normal debería ser aplicar aquel principio de la teoría política que sostiene que, aunque los derechos se regulen en las constituciones, su existencia es superior y anterior a cualquier pacto constitucional. De este modo, su reconocimiento ha ido creciendo a lo largo de la historia a medida que las sociedades han progresado.
Tampoco faltan ejemplos prácticos de su aplicación, como Escocia o Quebec, por citar dos casos. En esta línea, el ejercicio del derecho de autodeterminación no debería ser un problema, sino una solución para potenciar cambios y hacer posible el progreso, impulsando transformaciones democráticas, políticas y sociales que permitan avanzar colectivamente. En el caso del Estado español, la pregunta es:
¿Qué impide que esto sea así?
Razones históricas
Es imposible responder a esta cuestión de manera sencilla ni en una sola dirección, ya que las posibles respuestas mezclan numerosos condicionantes, desde lo histórico a lo político y de lo político a lo sociológico.
Sin duda, la configuración actual del Estado y sus problemas territoriales tienen mucho que ver con su implantación histórica en el siglo XVIII por parte de la dinastía borbónica. Tras la Guerra de Sucesión, se impuso un modelo que no se ajustaba al carácter diverso de la organización política y cultural de la península.
Hasta entonces, existían diferentes estructuras políticas, que correspondían a pautas sociales diversas, y que, desde el siglo XVI, compartían —no sin conflictos— la monarquía de los Austrias. Sin embargo, mantenían perfectamente sus rasgos propios con una fórmula que, salvando las distancias, podríamos calificar de modelo confederal.
El Decreto de Nueva Planta rompió esta diversidad en mil pedazos y estableció una forma de Estado artificiosa e impuesta, con desarrollos políticos, sociales y territoriales desiguales.
En el siglo XIX, el fracaso de la revolución liberal en España, entre otros factores, acentuó las diferencias políticas y las dinámicas de conflicto social y territorial, como el surgimiento del catalanismo político, sin resolverlas ni con el sistema de la Restauración ni con la posterior dictadura de Primo de Rivera (1923-1930).
La implementación de la Segunda República y su derrota militar representaron el fracaso del último intento reformador democrático.
De la transición hasta hoy
Lo que ocurrió después puede entenderse a la luz de lo que explicaba en 2009 el profesor Vicenç Navarro en su artículo La herencia nacionalista del fascismo. Cuarenta años de dictadura y más de tres décadas de desmemoria histórica han consolidado una visión nacionalista españolista que, aún hoy, arraiga en ciertos sectores de la población. Para ellos, cualquier defensa de la identidad catalana se percibe automáticamente como separatismo, real o potencial, o incluso como una reivindicación de privilegios.
En la actualidad, las fuerzas conservadoras, en complicidad con algunos sectores jacobinos y "confusos" de la izquierda, recurren a este anticatalanismo como herramienta para captar apoyos electorales. Se presentan como los auténticos defensores de la unidad de España, mientras agitan el fantasma de la división.
Tanto el Partido Popular como formaciones como UPyD —y, en Cataluña, Ciutadans— rechazan el término "nacionalista" para definirse a sí mismos, reservándolo exclusivamente para los nacionalismos periféricos. Sin embargo, su discurso y acciones reflejan un nacionalismo profundamente excluyente y opresor, con raíces inmediatas en la dictadura franquista.
Como resultado, en el Estado español encontramos una pluralidad identitaria acompañada de un desconocimiento mutuo de esta diversidad, promovido por las élites histórico-fácticas y sus potentes medios de comunicación. Esto ha impedido soluciones como un modelo federal o confederal.
No es extraño, por tanto, que la construcción de la UE se perciba, invalidada la opción de una España federal, como la vía lógica para encajar esta diversidad ibérica.
En este contexto, agravado por una profunda crisis global —económica, social y de valores—, se entiende mejor por qué el pasado 11 de septiembre más de un millón de ciudadanos y ciudadanas salieron a las calles de Barcelona.
Presente. El contexto electoral ¿Qué transición nacional?
Estas elecciones en Cataluña se desarrollan en un contexto de frustración social, estafa democrática y dictadura de los mercados. No debe olvidarse que el eje social es tan transversal como el nacional. Es igual de absurda la teoría de que lo que ocurre en Cataluña es una cortina de humo a medida de CiU como la idea de que un Estado independiente resolvería automáticamente todos los problemas sociales.
Vale la pena preguntarnos qué país queremos:
¿Qué tipo de fiscalidad deseamos?
¿Qué modelo de Estado de bienestar?
¿Qué modelo productivo?
¿Cómo redistribuir la riqueza?
¿Deberían mandar los mercados o la ciudadanía?
¿Qué forma de Estado?
¿Qué regulación laboral?
Es fundamental no caer en la trampa de los "votos útiles" y optar libremente, sin determinismos interesados. Si lo hacemos, tendremos un Parlamento más plural que, desde la diversidad, podrá liderar cualquier proceso, ya sea jurídico, social o político. Un Parlamento diverso representará mejor a la sociedad catalana y ofrecerá una base democrática más sólida para un eventual proceso constituyente.
Futuros...
Desde esta perspectiva, el peor resultado electoral sería una mayoría absoluta de la derecha, que sería reduccionista y poco representativa, como ya lo fue la transición "democrática" española.
Lo óptimo sería gestionar políticamente el debate con responsabilidad, priorizando a la sociedad por encima de los partidismos, para evitar repetir errores del pasado y avanzar hacia soluciones reales y consensuadas, más allá de la coyuntura electoral resultante, la que sea.
Habrá que ver como se responde desde la política. Una opción es la responsabilidad y poner a la sociedad por delante de los partidismos. La otra es vender humo hasta el punto de no ver la realidad y acabar de forma traumática en el mismo sitio, aumentando todavía más el lastre de la frustración.
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