Distopía (una historia de Soledad y Tristán)
Soy del color de tu porvenir, me dijo el hombre del traje gris. No eres mi tipo le contesté, y aquella tarde aprendí a correr...
Joaquín Sabina, El hombre del traje gris, 1988
Barcelona apuraba los años cincuenta del siglo XXI. La ciudad había perdido su alma entre los engranajes del control absoluto de las corporaciones y la represión silenciosa. Las estrechas calles del Barrio Gótico ya no eran refugio de bohemios ni cuna de resistencia, sino corredores vigilados por cámaras omnipresentes y patrullas robotizadas. Los adoquines centenarios apenas susurraban la historia de una Barcelona libre, eclipsada ahora por el zumbido incesante de drones que cruzaban el cielo a todas horas, vigilando cada rincón, cada susurro.
Los parques eran terrenos baldíos de cemento donde nadie se reunía. Las plazas eran ahora espacios vacíos, flanqueados por torres de vigilancia. Las Ramblas, el corazón palpitante de la ciudad durante generaciones, eran un parque temático para los turistas y su entretenimiento, registrados por dispositivos de seguimiento incrustados en las farolas.
Las escuelas eran ecos lejanos de lo que alguna vez fueron. Los niños no aprendían sobre historia, filosofía ni literatura; en su lugar, memorizaban manuales técnicos diseñados para convertirlos en engranajes eficientes. Las familias vivían con miedo constante a ser denunciadas por cualquier acto que pudiera interpretarse como insubordinación o cosas peores. Hasta los susurros entre vecinos eran monitoreados.
La libertad de expresión había quedado relegada a susurros clandestinos y mensajes codificados, pero hasta esas resistencias eran rastreadas y desmontadas. Las redes digitales no eran más que espejismos, espacios infestados por algoritmos de censura y propagandas corporativas diseñadas para asfixiar cualquier voz crítica.
Los edificios, antes llenos de vida, estaban marcados por el desgaste de un siglo de explotación. La vivienda digna era un recuerdo lejano. Los apartamentos no turísticos eran diminutos cubículos donde las familias malvivían hacinadas, con ventanas selladas para evitar la contaminación que reinaba en el aire exterior. Las noches ya no eran tranquilas, sino perpetuamente iluminadas por el resplandor artificial de los anuncios holográficos y las alertas de seguridad que proyectaban sombras amenazantes en las paredes.
En algunos barrios periféricos todavía quedaban espacios de libertad que escapaban de ese control, suburbios de dignidad donde se gestaban resistencias a contracorriente. En uno de esos espacios, entre las paredes agrietadas y el eco de un mundo que ya no escuchaba, el cuerpo sin vida de Soledad fue encontrado. Las condiciones en que vivía resumían la decadencia de una sociedad que había olvidado a los suyos.
Dentro de una vieja carpeta, oculta entre las grietas de un escritorio desgastado, había una colección de recuerdos y unas notas garabateadas, fragmentos de un pensamiento crítico que nunca llegó a materializarse del todo. Su salud estaba destruida, su cuerpo reflejaba demasiados años de trabajos mal pagados, jornadas interminables y sacrificios nunca reconocidos. Había sido madre en un sistema que castigaba y cosificaba a las mujeres por el simple hecho de serlo y, a pesar de todo, su maternidad se convirtió en su triunfo más íntimo, un gesto poderoso de amor en un entorno que intentaba apagarla.
Los vecinos recordaron sus últimas palabras, pronunciadas con un hilo de voz: "No hay lugar para respirar aquí". Eran un testamento de desesperanza, una confesión de derrota en una ciudad que había olvidado el significado de la humanidad. Barcelona ya no soñaba.
Casi al mismo tiempo, la historia se repetía en otro sombrío rincón de la ciudad: junto con el cadáver de Tristán, el mismo escrito con las mismas notas fue hallado en el interior de una caja, perfectamente doblado dentro de un sobre, perdido entre recortes de prensa y fotografías de aquella época en que la vida era todavía completamente analógica. Según explicaron sus compañeros de piso, antes de morir se le escuchó un frustrado y amargo "no era eso, joder..."
Los ojos de Soledad y Tristán y un extraño gesto facial tras su muerte, sugerían una mezcla de alivio y tristeza.
Lágrimas en los ojos de Laura, temblor en su corazón, mariposas en su estómago...
Soledad y Tristán se habían conocido bastantes décadas antes. Habían tenido muchas vidas. Primero en las calles del barrio, después en el instituto y la universidad, y más tarde en el entorno laboral. Su mundo tenía sentido desde la voluntad de pervivir y sobrevivir, de ser ellos mismos y, como en el poema de Mario Benedetti que cantaba Serrat en aquellos años, también de defender la alegría como una trinchera, defenderla del escándalo y la rutina, de la miseria y los miserables.
Entre las luchas cotidianas y las canciones de Serrat, Sabina, Manu Chao e Ismael Serrano, construyeron su historia de amor y compartieron esperanzas, alegría, melancolía y dolor. El mundo cambió y con él, ellos también, hasta el punto que no lo reconocían, ni se reconocían. Se acabó la fiesta, tomaron caminos separados, con encuentros y desencuentros. Les quedaban muchas más guerras.
Unas existencias, las de Soledad y Tristán, donde siempre era posible estar peor y no ver el fondo del pozo. Además de luchar, había que vender la fuerza de trabajo, el cuerpo y el alma para sobrevivir y pervivir. Cada vez era más difícil poner límites entre el tiempo laboral y el personal, sin preguntas, sin participar de las decisiones; cumplir objetivos sin entenderlos... Tiempos oscuros de desorientación, precariedad, deshumanización, insatisfacción y angustia vital.
Estaban jodidos, terriblemente jodidos, aunque ya habían sido advertidos en una de las letras de Joaquín Sabina, un visionario: Ellos que juraban comerse la vida. Fue la vida y se los merendó. A veces los mensajes no llegan, no se entienden, llegan tarde o reaparecen cuando menos te lo esperas. La vida tiene estas cosas y, después de morir, se volvieron a encontrar…
Las dos notas, compartidas décadas atrás por Soledad y Tristán, eran muy parecidas: cortas, sintéticas, contundentes y muy claras. Ideas bregadas de luchas y resistencias compartidas frente a un mundo extraño, cosificado y hostil. Ideas manchadas y machacadas por el tiempo, pero legibles y llenas de sentido, aunque ya nadie las entendiera. Hablaban de la solidaridad en tiempos de adversidad, de la acción colectiva como recurso para lograr cosas como la dignidad y la felicidad.
Nadie entendía absolutamente nada de aquellas palabras escritas, convertidas en una especie de cantinela exótica, un galimatías incomprensible para una sociedad donde los códigos eran la homogeneidad, la satisfacción inmediata, y el culto a la dopamina y al consumo, sin espacio ni tiempo para la reflexión y, menos todavía, sentido colectivo.
Soledad y Tristán se conocieron en las calles de "La Prospe", su barrio barcelonés. Eran los años ochenta del siglo XX. En aquel entonces, la vida parecía tener una chispa de esperanza. Compartían una pasión común por la justicia social. Pasión era poco, era coherencia militante pura y dura. Pasaban horas y horas hablando de sus esperanzas y sueños, de cómo cambiar el mundo y no había frontera entre el pensamiento y la acción.
- ¿Sabes, Sole? A veces pienso que lo que estamos haciendo es como gritarle a un edificio para que se caiga -dijo Tristán-, pateando un trozo de adoquín mientras una luz de neón teñía la calle de rojo y azul.
Soledad, caminando un paso por delante, giró la cabeza con una ceja alzada.
- ¿Y? Hasta los edificios más altos se vienen abajo, Tristán. Solo hace falta saber dónde golpear.
Él resopló, metiéndose las manos en los bolsillos de su chaqueta remendada.
- Sí, pero mientras tanto, el edificio sigue ahí. Nos aplasta, ¿sabes? Nos quita las ganas, los días, hasta el aire…
Ella se detuvo en seco, girándose para enfrentarlo, con el walkman colgándole del cinturón y un mechón de pelo tapándole media cara. Soledad le agarró el culo de forma brusca, haciendo que Tristán diera un paso atrás, desconcertado. Antes de que pudiera reaccionar, ella lo comprimió contra su cuerpo, clavándole las caderas como si quisieran fundirse con las suyas.
Tristán, paralizado y excitado, sintió el aliento de Soledad rozándole la cara, cálido y eléctrico. Los ojos de ella, oscuros y ardientes, parecían derretir los suyos. Era una mirada que no pedía permiso, una mezcla de rabia y deseo que lo dejó sin palabras.
- ¿Me lo dices ahora? -murmuró ella, con una sonrisa que le subió el calor al pecho. ¿Ahora, después de toda la mierda que hemos pasado?
Lo soltó de golpe, dándole un empujón que casi lo hizo perder el equilibrio.
- Mira, si te quieres rendir, adelante. Te dejo en esta puta esquina, pero no me vengas con estas mierdas derrotistas ahora. Tristán, las cosas no cambian porque sí. Hay que partirse las manos, el alma y lo que haga falta.
Tristán parpadeó, recuperando el aliento y tratando de ordenar sus pensamientos. Alzó las manos, como en un gesto de paz.
- Eh, tranquila. No he dicho que me rinda. Solo que, a veces, siento que somos unos críos jugando a derribar gigantes.
Soledad dejó escapar una carcajada seca, esa que usaba cuando algo le daba igual miedo y rabia.
- Pues claro que somos unos críos. ¿Qué ostias esperabas? ¿Un ejército? Lo que tenemos es esto: un par de botes de spray, octavillas y mala hostia. Y con eso vamos a hacer que se caguen en sus despachos.
Un rugido de motor rompió el aire, y ambos se escondieron entre el tronco de un viejo roble centenario y una pared llena de carteles descoloridos y grafitis recientes. Un coche de los maderos pasó despacio, con los faros barriendo la calle y un reflector girando como si buscara algo. Cuando desapareció tras la esquina, Tristán volvió a respirar.
- Joder, Sole, si nos pillan...
- Nos pillan. ¿Y qué? -dijo ella, encendiéndose un cigarro con la calma de quien ya no tiene nada que perder-. Otros seguirán. Pero mientras sigamos nosotros, esto no se acaba.
Tristán sonrió de lado, sacudiendo la cabeza. -Eres más cabezota que nadie, lo sabes, ¿no?
- Y tú más quejica -respondió ella, soltando el humo en dirección al cielo, donde las luces de la ciudad ocultaban las estrellas.
Se acomodaron apoyados en el tronco centenario del árbol (un superviviente, como ellos) y guardaron silencio un rato, con el eco de la radio de un coche que dejaba escapar los restos de una vieja canción de Silvio Rodríguez versionada por Miguel Ríos, distorsionada y nostálgica: Allí nuestra canción se hizo pequeña. Entre la multitud desesperada. Un poderoso canto de la tierra era quien más cantaba…
- Sole- dijo Tristán al cabo de un rato-, si todo esto es un juego perdido... ¿por qué seguimos?
Ella lo miró con un punto de ternura y con esa mezcla de burla y desafío que le era tan típica, y respondió:
- Porque si no jugamos, ya hemos perdido, amor...
Después, su lengua, invadió la boca de Tristán y no le dejó responder...Y ahí quedaron la frase y el primer beso, flotando en el aire mientras ellos se alejaban en busca de una habitación contingente en una pensión de guardia, con los cuerpos llenos de deseo y las mochilas cargadas de octavillas y sueños. En algún lugar, una sirena aullaba como un lobo, pero ellos seguían adelante.
En los años ochenta, las calles del barrio vibraban con colores, música y esperanza. Los bares eran refugios de debates interminables, donde Soledad y Tristán se sumergían en discusiones apasionadas sobre cómo construir el mundo. A veces, la noche terminaba con sus gargantas rotas, cantando a pulmón Cadillac Solitario, completamente borrachos al pie del viejo árbol. Nada era imposible.
El tiempo pasó, y sus vidas siguieron caminos paralelos. En el instituto, se unieron a grupos estudiantiles, organizando manifestaciones y huelgas. En la universidad, sus ideales se consolidaron, y empezaron a involucrarse más activamente en movimientos sociales. Su amor floreció entre libros, canciones y noches de poesía, sexo, amor y debates interminables. Así vivieron el cambio de siglo. No tenían ni idea de lo estaba por venir.
En el año 2027, la ultraderecha ganó en la mayor parte de la Unión Europea, incluyendo el Estado español. El Este de Europa se vio envuelto en guerras, y las libertades y el estado de bienestar quedaron reducidos a su mínima expresión. La Unión Europea perdió peso político frente a las tres grandes áreas de influencia: China, Rusia y Estados Unidos. Este cambio derivó en una serie de leyes represivas en la mayor parte de Europa que marcaron un periodo histórico muy oscuro.
La Ley de Partidos de 2029 prohibió a las formaciones políticas más críticas con la situación social. La Ley de Regulación Sindical de 2031 ilegalizó tanto el derecho de huelga como las organizaciones sindicales de clase, afectando directamente a sindicatos como CCOO, UGT, CGT y la CNT.
La represión continuó con la conocida como “Ley de Doble Mordaza” de 2036, que recortó derechos individuales y colectivos fundamentales, como el derecho a la información, normalizando una censura de facto, o el derecho de manifestación y asociación, castigando severamente a la mayoría de los movimientos sociales.
En la Década Ominosa, entre 2029 y 2039, diversas legislaciones penalizaron y mutilaron, tanto los derechos individuales, como la diversidad en el Estado español, centralizando la gestión y los recursos e ignorando por completo la realidad que se gobernaba. Incluso se eliminó el concepto de nacionalidades históricas de la constitución y la oficialidad de lenguas como el gallego, el catalán y el euskera.
Las nuevas leyes eran una herramienta de tortura y maltrato cívico que trajeron consigo un periodo de autoritarismo y dolor social. Las manifestaciones eran fuertemente reprimidas, y la deshumanización se hacía sentir en cada rincón del país. Soledad y Tristán se encontraron en medio de esta tormenta, luchando por sobrevivir en un mundo que se volvía cada vez más hostil.
- ¡Ostia!, no puedo creer que hayamos llegado a esta mierda —dijo Tristán en una reunión clandestina—Nos han quitado todo.
- Pero no nos han quitado la esperanza —respondió Soledad—. Seguimos aquí, seguimos…
En Barcelona, las asambleas ilegales contra la guerra, por la democracia y por los derechos sociales y políticos se celebraban en la Plaza de Catalunya, la Via Laietana, Ciutat Vella, El Poblenou, Nou Barris, Gràcia… En Madrid: Cibeles, Gran Vía, Lavapiés… Lo mismo en Lisboa, Porto, Sevilla, Bilbao, Zaragoza y toda la geografía peninsular…
- No podemos seguir viviendo así, joder. Y si tenemos que rompernos la cabeza una y otra vez contra la pared, pues lo hacemos y punto. No nos dan miedo las ruinas porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones —gritaba Tristán, encendido y fuera de sí, desde el escenario improvisado en la Plaza Catalunya—
Las fuerzas de seguridad cargaban contra los manifestantes con violencia desmedida. Gases lacrimógenos, balas de goma y detenciones arbitrarias se convirtieron en la norma. Las asambleas ilegales eran el último bastión de la resistencia. En sótanos oscuros y edificios abandonados, la gente se reunía para planificar acciones y mantener viva la esperanza. En estos encuentros, se compartían historias de resistencia y se fortalecía el espíritu de lucha.
- Cada vez que nos reunimos, desafiamos al poder —dijo Soledad en una de las habituales asambleas en un desvencijado local de Lavapiés— Cada vez que alzamos la voz, estamos diciendo que no aceptamos vivir en un mundo sin justicia.
- No estamos solos —reafirmó Tristán en una conferencia internacional de activistas en Berlín- Nuestra lucha es global, y juntos podemos cambiar el curso de la historia.
La resistencia no se limitó a España y Portugal. La situación en otros países de la Unión Europea era similar, con la población sufriendo bajo políticas neoliberales que favorecían a las élites. La conexión entre los movimientos de resistencia en diferentes países se fortaleció, creando una red de solidaridad y apoyo mutuo. A diferencia de las personas, los conflictos no envejecen, ni las luchas...
Después de la Década Ominosa (2029-2039), Leonor I, tras la abdicación de Felipe VI, fue nombrada Reina de España heredando el negocio familiar, absolutamente quebrado. Naturalmente, nadie la votó. Es lo que tienen las monarquías y, en realidad, tampoco era muy difícil hacerlo mejor que el incompetente de su padre o el corrupto de su abuelo.
En aquella sociedad rota, una noche, en uno de sus muchos encuentros, Soledad y Tristán recordaban cómo solían imaginar un futuro diferente. Sentados en un pequeño bareto del barrio, compartían sus sueños y miedos.
- ¿Te acuerdas de cuando creíamos que podíamos cambiar el mundo? —preguntó Tristán, mirando fijamente su taza de café.
- Claro que sí —respondió Soledad, sonriendo con tristeza—. Pensábamos que podríamos hacer cualquier cosa e hicimos lo que teníamos que hacer.
- ¿Qué nos pasó, Sole? ¿En qué jodido momento perdimos?
Soledad soltó una risita seca y amarga, casi como si no pudiera evitarlo, pero su mirada se fijó en el horizonte, donde los focos de los drones se movían como ojos curiosos.
- Tristán, no nos pusieron fácil. Estos cabrones no sueltan el poder así porque sí. Ni antes, ni ahora, ni mañana… Nos quieren jodidos, calladitos y bien obedientes. Pero qué va, no pienso darles ese gusto.
- A veces me pregunto si no hicimos el tonto —Dijo él, resoplando con los ojos húmedos— Mira esto, Sole, mira como estamos: nos quitaron todo, las plazas, los libros, hasta las canciones. Hablar de justicia ahora es como pedirle a un perro que lea poesía.
- ¿Y qué? —soltó Soledad, con los ojos encendidos—. Precisamente por eso seguimos. Porque nos queda lo único que no pueden robarnos, Tristán: las ganas de mandarles todo al carajo.
Compartieron un silencio cargado de melancolía, recordando aquellos tiempos en que la vida era una promesa y no una carga. Al final, como siempre, se impuso la biología y Soledad y Tristán no vieron realizadas sus esperanzas, no cumplieron sus sueños y su mensaje perduró como un naufragio.
Dolor y vacío en el corazón de Laura…
Los años pasaron y, aunque la represión continuaba, también lo hacía la resistencia. Las historias de Soledad y Tristán se volvieron inteligibles y, en los años setenta del siglo XXI, se convirtieron en símbolos de esperanza y lucha para las nuevas generaciones. Su legado inspiró a muchos a seguir luchando por un mundo más vivible.
Al calor de los potentes movimientos sociales de 2068, el barrio de “la Prospe” se llenó de vida y actividades comunitarias. Los niños jugaban bajo un viejo roble, y los adultos se reunían para compartir historias y planificar nuevas acciones. Laura miraba al horizonte con una mezcla de nostalgia y esperanza.
- Abuela, ¿por qué te emocionas tanto al ver ese árbol? —preguntó la niña, frunciendo el ceño mientras observaba cómo Laura se detenía, inmóvil, frente a aquel viejo roble, ahora apenas visible entre las sombras de los altos edificios grises que lo rodeaban.
Laura exhaló lentamente, como si el peso de los años y los recuerdos se condensara en ese instante. Sus ojos, opacos por la edad, parecieron iluminarse brevemente.
- Este árbol tiene una historia muy especial —respondió, con una sonrisa tenue que contrastaba con la tristeza en su voz—. Bajo sus ramas, hace mucho tiempo, dos personas compartieron algo que ya no se ve en nuestro mundo: esperanza.
La nieta ladeó la cabeza, curiosa.
- ¿Qué hicieron?
Laura alzó la mirada hacia el árbol, sus hojas marchitas temblando al compás de un viento áspero y contaminado.
- Compartieron su primer beso aquí —dijo con suavidad—, pero eso no fue lo más importante. Aquel beso marcó el inicio de algo más grande. Dedicaron sus vidas a luchar contra un sistema que había olvidado lo que significaba ser humano. Amaban la justicia, la libertad… cosas que ahora son apenas palabras en los libros que ya nadie lee.
La niña miró alrededor, confundida, como si buscara algo tangible en el relato de su abuela.
- ¿Ganaron? —preguntó finalmente.
Laura tardó en responder. Se tomó su tiempo, acariciando el tronco áspero del árbol, como si buscara consuelo en él.
- No de la manera que hubieran querido. Pero su lucha sirvió para plantar semillas, no solo aquí, sino en los corazones de quienes los conocieron. Este árbol sigue de pie porque simboliza lo que nunca pudieron arrancarles: la dignidad.
La nieta frunció el ceño otra vez, aunque esta vez no por curiosidad, sino por una punzada de tristeza que no sabía cómo expresar.
- ¿Eso significa que todavía podemos cambiar las cosas?
Laura sonrió, aunque en sus ojos brillaba una mezcla de nostalgia y resignación.
- Siempre hay una posibilidad, Osito, pero un árbol como este necesita raíces fuertes para resistir la tormenta. Y esas raíces son las personas que creen en algo más grande que ellas mismas.
Ambas se quedaron en silencio, el ruido de las sirenas y las máquinas llenando el aire. A su alrededor, el mundo parecía un lugar hostil, un lugar que había olvidado las historias que guardaba cada rincón. Pero allí, bajo aquel árbol, por un instante, se sintió algo diferente. Algo antiguo y poderoso, como si los ecos del pasado se negaran a morir del todo.
Esa noche, Laura asistió a una gran asamblea en el centro comunitario de su barrio. El lugar estaba lleno de jóvenes y mayores, todos reunidos para discutir nuevas iniciativas y proyectos que beneficiaran a la comunidad. El espíritu de solidaridad y colaboración era palpable.
- Hoy, celebramos no solo el legado de mis padres, Soledad y Tristán, sino también el de toda esa gente que ha luchado por un mundo más justo —dijo Laura al iniciar su discurso—. Cada pequeño acto de resistencia, cada gesto de bondad y solidaridad, cuenta. Juntos, hemos demostrado que el cambio es posible.
La sala estalló en aplausos, y Laura sintió una profunda conexión con cada persona allí presente. Sabía que la lucha por la justicia nunca terminaba, pero también sabía que no estaba sola.
El futuro seguía siendo incierto, con desafíos constantes y nuevas (viejas) luchas. La historia de Soledad y Tristán, y la chispa de resistencia que habían encendido, continuaban brillando. Las nuevas generaciones estaban listas para tomar el relevo y seguir adelante, manteniendo viva la esperanza y el compromiso con un mundo mejor.
Laura miró a su alrededor, a los rostros llenos de determinación y supo que el espíritu de Soledad y Tristán estaba vivo. Con una sonrisa de gratitud se unió a la asamblea, confiada en que el futuro, aunque lleno de desafíos, también estaba lleno de sueños por cumplir.
Años después, cuando tras los movimientos sociales de 2068, la ciudadanía comenzó a recuperar las calles, el viejo roble se convirtió en un símbolo. El árbol de "La Prospe" había sobrevivido a décadas de abandono y contaminación. Sus raíces rompían el pavimento, como si la naturaleza quisiera recordarle al mundo que no todo podía ser controlado. Bajo sus ramas, se recordaban las historias de quienes habían luchado antes. "Aquí empezó todo y aquí seguimos, porque no pudieron arrancar las raíces". Proxima Estación: Esperanza
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